miércoles, 18 de mayo de 2011

El violinista







 Recuerdo que, cuando era pequeña, había siempre un anciano tocando el violín en la parada del autobús del colegio. Tenía las manos arrugadas como si se hubiese pasado la vida sumergido en una bañera, y su mirada perdida surcaba el horizonte mientras arpegiaba las cuerdas a una velocidad de vértigo, de una manera demasiado estridente.


 Un día le pregunté a mi padre por qué sus canciones sonaban tan mal. Siempre me ha gustado mucho la música y tengo muy buen oído; a mi parecer, aquellos compases sonaban desafinados, desacertados, como si les faltara algo o les sobraran notas por el medio. Él me miró con esa mirada brillante cargada de ternura que tienen todos los padres y me contestó:

“Supongo que ese viejecito escucha una música que nosotros no podemos ni imaginar. Hay sensaciones, cariño, que ninguno de los cinco sentidos puede abarcar”.

Su respuesta me dejó enormemente desconcertada. Medité durante días aquellas palabras pero, por más vueltas que les di, no les encontré ninguna lógica. Años más tarde descubrí a qué se refería mi papá: el anciano violinista era ciego y sordo. Cuando lo supe, me emocioné, y me lamenté por no haberlo sabido antes. Habría parado cada día a su lado, antes de coger el bus, para darle una caricia en la mano o un beso en aquellas mejillas maltratadas por el paso del tiempo.

 Él jamás podría ver ni oír nada de nuestro mundo, pero yo jamás podré apreciar lo que experimentaba al acariciar su violín y al sentir la música vibrar de una manera sorda a través de su piel.


* * * * * * * * *


 No hay historia más bonita que la que esconde un folio en blanco. Y, ahora mismo, estoy reservando toda mi tinta para algo como esto. 
¿Miedo? Puede que sí, o puede que sea una temeraria sin remedio. Pero las sonrisas son contratos vinculantes con uno mismo. Ahora sólo espero un poco de suerte y la oportunidad de estar en la capital para el año que viene.


#Rachel#

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