miércoles, 9 de noviembre de 2011

Límites



 Susan sabía que el tiempo era la mortaja de la vida. Pensaba mucho en todo lo que uno puede llegar a pensar a lo largo de toda una existencia, y lo hacía a menudo. Pensaba en la muerte, en el amor, en la esperanza…

 Un día atrapó con la lengua una gota de lluvia y se preguntó:
  “¿Por cuántas gargantas habrá resbalado esta misma gota? ¿Cuántos seres la habrán bebido antes que yo?"

 Sí, Susan pensaba mucho, demasiado, y no tenía claras  ninguna de las respuestas que se daba a sí misma, pero sí tenía claro aquello: el tiempo no dura eternamente. Puede que, de una manera irreal e ilusoria, sí lo hiciera; pero desde luego, para las personas, el tiempo era el ataúd de la vida. A todos nos llega ese día en que los mismos días tocan a su fin, en que la tapa se cierra. Adiós, se acabó, hasta nunca.

 La idea de terminar la aterraba. Saber que todo tenía un desenlace, que nada duraba eternamente… Pero había algo que le producía aun más pavor. Temía más que nada en el mundo llegar al último de sus segundos sola, sin nadie con quien compartir esa  tumba, sin nadie a quien estrechar entre sus brazos mientras el tiempo sellaba clavo a clavo el término de su existencia.

 Susan pensaba demasiado, hasta límites que para otros habrían supuesto una camisa de fuerza bien entallada y hecha a medida. Sí, pensaba demasiado, pensaba en el tiempo, pensaba en la soledad… y lo peor de todo era que sabía que nadie pensaba en ella ni lo haría jamás.




#Rachel#