miércoles, 18 de abril de 2012

A la deriva




Fue la idea del agua conteniendo el cristal y no al revés lo que despertó en mi la curiosidad, lo que me hizo alargar mi mano y cerrar los dedos alrededor de la botella.

 La vi chapoteando en aquella charca salobre, abandonada por el mar, tintineando contra las rocas y lanzando delicados destellos que el sol arrancaba de su superficie maltratada por la corriente. La recogí y regresé a la playa, sujetándola como un valioso tesoro. Era de pequeño tamaño, como el de un frasco de perfume, y dentro, enlazado con un cordón que alguna vez habría sido rojo, había un pergamino enrollado sobre sí mismo, protegiendo en sus entrañas a saber qué clase de palabras maravillosas. Palabras de amor, de desesperación, deseos insondables o quizá alguna confesión espeluznante. No importaba. Fuera lo que fuese, era algo demasiado misterioso como para resistirse a leerlo.

 Pero aquello estaba mal; estaba muy mal, y yo lo sabía. No se debe ahondar en los pensamientos ajenos sin permiso. Es mucho más que una violación de la intimidad, es como profanar algo sagrado. Pese a eso no pude evitar abrir aquella botella. ¿Cómo podría resistirme a la magnética atracción de un misterio arrastrado por el mar, a un secreto guardado con celo en un vientre de cristal, vagando a la deriva?


“Te escribo porque me falta el aliento, porque no puedo decir esto en voz alta. Te escribo aunque sepa que jamás podrás leerlo…”



 Así empezaba la carta, pues eso era. Nada más comenzar a leer supe que las palabras que vendrían a continuación se quedarían grabadas a fuego en mi mente para siempre. Y así fue.

 El papel se desenrolló con facilidad en mis dedos temblorosos. Estaba seco, algo rígido y recalentado por el sol, y la tinta estaba perfectamente intacta.


 “Hace muy poco que te fuiste, pero para mí ha sido una eternidad. ¿Dos semanas? Puede que tres, no lo sé. El tiempo desde que no estás a mi lado ya no transcurre de manera ordenada. Nada sigue ningún orden, realmente. Mis pensamientos van y vienen, aparecen de pronto y se desvanecen con la rapidez de un suspiro. Las horas se arrastran unas veces y vuelan otras, llevándose todo a su paso, como lo hiciste tú.

¿Por qué te marchaste sin despedirte? ¿Por qué no dejaste ni una nota? Ni un adiós, ni un beso, ni un abrazo, ni una palabra… nada. Sé que probablemente no me merecía nada de eso. Quizá estaba acostumbrado a que me dieras demasiadas veces lo que no me merecía en absoluto. Pero tú lo hacías sin reparo, y me habrías dado más, lo sé.

 Es curioso que en todo el tiempo que pasamos juntos, que no fue demasiado, no supiera valorar tu compañía del todo. Claro que te quería, y te quiero, aunque nunca te lo haya dicho. Pero nunca llegué a darme cuenta de hasta qué punto había llegado a depender de ti.  Resulta irónico pensar que nunca apreciamos lo que tenemos al alcance de la mano, hasta que un día nos falta. Y, Dios… ¡cómo te echo de menos!

¿Sabes? Nunca me imaginé haciendo algo así: escribiendo una carta para lanzarla al mar, sabiendo que nunca la leería nadie. Pero es que no sé adónde podría mandarla, no hay ningún lugar en el que pueda buscarte.  Es una auténtica locura, una locura de las tuyas. Una locura de las que siempre me han hecho tanta gracia, aunque nunca te lo haya confesado.  ¡Hay tantas cosas que me gustaría haberte dicho! Ni te lo imaginas…

Espero poder comprender algún día qué te sucedió, qué se te pasó por la cabeza, por qué lo hiciste. Ojalá pudiera verte una vez más, aunque solo fuera para despedirme de ti y confesarte que más de una vez me hiciste verte como la mujer más maravillosa del mundo, pese a que te esforzaras en convencerte a ti misma de tu mediocridad”.



 La carta seguía. Había un par de párrafos más pero no pude leerlos. Volví a envolver el pergamino sobre sí mismo, lo até con el cordel y lo metí en la botella, tapándola con cuidado. Y rompí a llorar. Lloré hasta quedar sin aliento, lloré como no recordaba haberlo hecho nunca, sintiéndome ridículamente desolada.

 Volví a las rocas y, sin pensarlo, lancé aquella carta con todas mis fuerzas hacia el mar. Me sentía apenada por la persona que la habría escrito, sentí su impotencia en lo más hondo de mi ser y me sentí culpable por haber invadido sus sentimientos.

 El frasco de cristal se alejó a la deriva, destellando y bamboleándose al ritmo de la corriente. Es posible que nunca llegara a su destino, pero al menos mientras siguiera en el mar, tendría una razón de ser. Mientras atravesase las olas, aquellas palabras seguirían teniendo sentido. Al menos, todo el sentido que puede tener el amor, todo el que puede tener la vida o el que tenía aquella despedida sorda ante un adiós jamás pronunciado por una voz enmudecida.